lunes, abril 12, 2010

The Blank Generation. Antonio Orihuela

THE BLANK GENERATION


Antonio Orihuela


Hace treinta años, en el pueblo,
era fácil encalar la fachada de tu casa.

Hoy tienes que pedir un permiso especial en el ayuntamiento,
una especie de disco de papel con el prohibido aparcar,
y espacios destinados a contar la película.

Todo el pueblo se entera de que vas a pintar
menos los que no saben donde dejar el coche
y se limpian el culo con las ordenanzas municipales.

Desde el día que llegamos a la casa de la abuela
mi mujer me había estado diciendo
que había que pintar la fachada,
me lo dijo unas cuarenta millones de veces,
así que ahí estaba yo,
al final de las vacaciones,
pegando el dichoso cartel
un par de tardes antes de marcharnos de allí
hasta las siguientes vacaciones.

Había quedado a las ocho de la mañana con un pintor
porque no me gusta pintar solo.
Me levanté a las siete y media, desayuné,
llené media calzada de cajas de tomates,
que siguen siendo la contraseña de toda la vida
para evitar que alguien aparque delante de tu puerta,
y me senté a esperar al pintor.

Habíamos quedado a las ocho
y se presentó con puntualidad andaluza
a las nueve y media.
Se justificó diciéndome que se había acostado a las cinco,
que había estado toda la noche pinchando.

-¿Qué eres, practicante?
-No, pinchadiscos.

Pensé que ya nadie pinchaba discos.

-Bueno, es una forma de hablar,
aunque cuando empecé aún había platos.

Le pregunté la edad,
no recuerdo si me dijo que tenía 24 o 32 años.

-¿Y tú?, treinta y seis, ¿no?

Me eché a reír.

-Tampoco eres tan viejo.

-Cuarenta y dos ¿No has visto mis canas?

David me contó
que había sido el último disc-jockey de la discoteca del pueblo,
antes de que la gente joven dejara de pensar en serlo
y sólo quisieran convertirse
en Hermano Mayor de una cofradía de penitencia o de rocieros.
Entonces tuvieron que cerrar.

-¿La conociste?

Conocí a casi todos los disc-jockey que pasaron por aquel antro,
y antes a los de la Barbacoa y El Patio,
donde si acaso se pinchaba algo
era ya alguna vena.

-Yo conocí a Ángel, el que murió de sobredosis.

Mis recuerdos aún son más viejos,
le digo al rulo de pintar,
y mientras la voy extendiendo
aparecen en la pintura fresca
escenas de aquel tiempo,
cuando mi vida,
que fue de niño muy lenta,
comenzó a acelerarse,
allá por 1984,
cuando reunimos unas pocas miles de pesetas,
nos pusimos a mirar en El Cambalache
y compramos el equipo de música y los instrumentos
de una banda que hacía bodas y bautizos
y acababa de pasar entera,
en un accidente de automóvil,
a mejor vida.

Alquilamos un garaje
y le buscamos un sonoro nombre a nuestro grupo:
Mi Novia la Barra.

Un grupo que era sólo casi ese nombre,
porque todo lo demás eran peleas.

El Rubio quería que tocáramos rockabilly
y que vistiésemos con ropas vaqueras
y sombreros tejanos
y gafas Ray Ban.

Fran, el batería, estaba por el rollo de darle duro,
algo muy punky que aderezar con las fumatas de papel de plata.

Jesús, Víctor y yo estábamos por otras historias,
no nos queríamos parecer a nadie,
estábamos por hacer mucho ruido, de acuerdo,
pero sin concesiones,
no íbamos a tocar sevillanas
por mucho que nos las pidieran en los conciertos.

Por lo demás, nos llevábamos bien,
ninguno tenía mucha idea de música
y eso siempre facilita las cosas,
las letras las ponía yo, pura caña,
había que escupir sobre lo establecido,
así que íbamos a salir a tocar para machacar
el modelo de éxito social que, entonces,
se encarnaba en el banquero repeinado con gomina y traje oscuro.

Ese sería nuestro uniforme,
queríamos llegar a la gente
aunque después vimos que a la gente
le importa todo un carajo.

Tampoco tuvimos muchas ocasiones,
sólo llegamos a tocar en un par de veces,
aunque eso no quita que El Rubio y Fran
estuvieran todo el día de gira,
a veces me apuntaba yo, otras
la furgoneta iba completa
camino de las tierras de la Tranquilidad,
la Serenidad
y la Paz.

Estábamos en el garaje ensayando
y comenzábamos a ver a través de las paredes,
tocábamos entonces piezas auténticamente hermosas,
tanto que cuando todo acababa
nadie recordaba un solo acorde.

Mi Novia la Barra
dio su primer concierto en el bar de Camilo,
un concierto para cinco amigos,
todo muy selecto.

Canté completo el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz
para una versión de guitarras fritas
bajo y batería.
Aún conservo la grabación.
Todo un éxito de público y crítica.

La fiesta para celebrar nuestro bautismo de fuego
se celebró allí mismo y se alargó hasta el amanecer.

Me recuerdo revolcándome en pelotas con Jesús
y dos relucientes americanas que no sé de dónde coño habrían salido
por una superficie costrosa y llena de cristales rotos
que aquella noche hizo las veces de suelo.

También de Jesús vertiendo un resto de gin tonic
sobre un cenicero tuberculoso lleno de colillas
y bebiéndoselo sin rechistar.

Era verano, hacia calor,
abríamos las cervezas, las agitábamos bien
y nos duchábamos con ellas, después
seguíamos rodando por el suelo,
medio a oscuras,
perseguidos por la música de The Stooges,
revolcándonos con aquellas chicas salidas de ninguna parte
y que nadie volvió a ver nunca más.

En nuestro primer concierto hubo muerte y resurrección,
Fran y El Rubio se piraron a buscar jaco
en cuanto dejaron de sonar los aplausos.

Fran y El Rubio eran carne picada,
currantes de diecisiete años en la albañilería y los comercios,
desertores del instituto donde el resto
seguíamos penando veinte años y un día
rodeados de imbéciles llenos de granos con problemas en la piel,
pajilleros y preciosidades que querían casarse por la Iglesia
y fundar una familia.

Paz y Amor hasta que el dinero y las polacas os separen para siempre,
debería haber dicho el cura durante todos esos años,
mis años ochenta,
los años de la Generación Vacía,
el envés de estos de la Generación Ahíta,
aunque entonces como ahora
tampoco esté pasando nada.

Los años de la Generación Vacía.

Los hippies se habían reconvertido en políticos de lo posible
y en la izquierda del consenso.
Los punkis derrotados por Reagan, muertos o en trance de ello,
la movida controlada por el Estado,
desinfectada y exportada por el Ministerio de Cultura
dentro de cajitas de bombón glasé
como la nueva imagen de España en el mundo.

Los políticos y las compañías
se habían puesto de acuerdo para apoderarse de la cultura
y ya no nos pertenecía, bien,
se podían quedar con toda aquella basura de la pintura figurativa,
el rey del pollo frito, el tecno pop
y toda aquella música de entonces que era una mierda total
tocada por conejitos duracell que iban de gira
si antes les habían dado cuerda en una multinacional.

No teníamos nada que recuperar
de un mundo que sólo nos ofrecía paro, drogas
y muchas cosas de las que quejarnos.

Si acaso, lo que teníamos era que destruir el capitalismo,
crear sobre sus cenizas nuestra propia forma de vida,
trabajar por la anarquía con la imaginación,
desde nuestras imperfecciones,
poniendo creatividad en la vida
que hasta entonces sólo nos había querido mostrar
su lado más vergonzoso y estúpido.

Eso pensábamos, nosotros
que vivíamos en el culo del mundo,
queriendo ir más allá, más allá,
queriendo hablar a la gente de revolución,
a la gente que le importa todo un carajo.

Ratas, numeradas ratas, decía uno de nuestros temas.

Tú eres la luz entrando por la ventana, decía otro
que tenía mucho del Jesús de la Rosa de Tu Frialdad
y la atmósfera de King Crimson
y el corazón de la Patti.

Tarareaba aquellas canciones increíbles
y el mundo cobraba un extraño aspecto,
como más brillante, más nuevo y apetitoso.
Cantaba aquellas canciones
y tenía la certeza de que todo se llenaba
de una magia tal que parecía que Dios
se había puesto por fin a trabajar.

Qué bien sonábamos de viaje por aquel garaje,
nosotros que apenas éramos
también gente quemada,
tipos pobres que sabían que era mejor no hacer preguntas
cuando alguno llegaba al garaje con un puñado de púas,
un pie de micro, un ampli, y hasta con un sintetizador,
tipos sin suerte con las buenorras casaderas
que nos habían puesto muy al final en su lista de posibles,
gente sola
que buscaba en la música
una forma de estar con alguien sin tener que hablar,
que buscaba en las drogas
un carril bus
por el que alcanzar un estado de plenitud tal
que parecíamos cinco muñecos de la Goodyear
a punto de estallar y diseminarnos en el aire.

Salíamos así de puestos a tocar,
dando todo lo mejor que teníamos dentro
aunque delante no hubiera nadie,
como nos pasó en un concierto que dimos en Nerva
y que en teoría tenía que ser gratis
porque lo pagaba la diputación,
pero a la concejala de turno
se le ocurrió cobrar mil pesetas de entrada
como si fuéramos los Rollings.

Toda la peña del pueblo, a excepción de la concejala y su marido
estaba afuera, expectante por oír, aunque fuera de lejos, a aquel grupo
que no conocía nadie y que cobraba mil pelas de entrada,
así que le dijimos a la señora concejala
que o dejaba entrar a la gente
o nosotros tocábamos en la calle
y entraron.

Tocamos aquella noche porque teníamos un sueño,
porque habíamos mirado dentro de él
y el sueño nos pareció bueno, muy bueno
y cargado de los mejores augurios.

Tocamos aquella noche para más de cien personas.

¿Te acuerdas, Rubio, te acuerdas, Fran?
Lleváis años bajo tierra pero hay cosas que conviene no olvidar.

El Maja, Lolín, El Vargas, Serena, Fernando El Cojo,
Gonzalito, El Mellizo, Pepín El Chico, el de Zárates,
El Conejo, Pepe Recio...

Ninguno cumplió los cuarenta.

La Generación Vacía,
los chicos de las alegres vacaciones,
todos en un frío agujero bajo tierra,
justo al lado del otro agujero donde nos arrojaron al resto,
adornado con una TV y una hipoteca.

Todos viendo cómo vienen los ángeles a buscarlos,
ángeles afeitados que conducen buenos coches
y les dicen que a partir de ahora
se acabó eso de ir a fichar en el paro,
que van a empezar a trabajar en grandes cosas.


Nuestro segundo concierto
en aquella gira promocionada por la diputación
para animar a los grupos de la provincia
fue en Isla Cristina.

Nos fuimos tempranito con idea de comprar algo de costo
y revenderlo luego en el pueblo y hacernos con algunas pelas,
pero para cuando cayó la noche
ya nos habíamos pulido hasta el que habíamos traído.

Íbamos tan pasados que nada más terminar el primer tema
empezaron a volar latas de cerveza sin abrir,
morteros de tristeza y desolación
cayendo sobre nuestras cabezas,
un espectáculo conmovedor
en el que Fran, parapetado tras la batería,
aún tenía fuerzas para agacharse a recogerlas, abrirlas, beber a morro
y saludar al público haciendo el mono con las baquetas.

No recuerdo cómo salimos de aquella, el caso es que
tuvimos cerveza gratis en el garaje durante varios días.

También chichones, moratones y pequeños cortes
se repartían generosamente por nuestra piel,
pero eso daba igual,
en aquella época la gente parecía de goma, indestructible.

La vida era como en los dibujos animados,
por muchas drogas, peleas y golpes,
nadie se hacía daño de verdad.

Poco antes de deshacer el grupo
grabamos una maqueta a cuatro pistas, en Ramblado,
el estudio más barato que entonces había en Huelva
y que estaba detrás de una tienda de discos.

Como para ingerir drogas no hace falta mucho talento,
llegamos tan ciegos que no atinábamos
ni a montar los instrumentos.

Nos pasamos las cuatro horas que habíamos contratado
yendo y viniendo del cuarto de baño.
Pepe, el técnico de sonido, supermosqueado con el trasiego,
no hacía más que preguntarnos que qué pasaba con tanto viaje al baño.

-Es que cuando actuamos bebemos mucha agua.

Grabamos aquella maqueta
y la enviamos al Espárrago Rock.

Recibí una carta,
nos habían aceptado,
pero estábamos sin un duro
y decidimos ir en autobús,
con los instrumentos en el maletero.

Nos habíamos levantado a las cinco de la mañana
para ir a Huelva,
y desde allí a Sevilla
donde pillar otro bus hasta el Espárrago.

Desayunamos en la estación en plan macrobiótico,
café, tostadas, zumo de naranja
y un poco de polvo de ángel
que había traído Fran
y que nos dijo era ideal
para mantenernos despiertos.

Aquella mañana, sentados en el bar de la estación,
fuimos viendo pasar ante nuestros ojos
todos los autobuses que iban a Sevilla.

Escuchábamos cómo voces de ultratumba los anunciaban por megafonía,
los veíamos arrancar entre estremecidas de gelatina arco iris
y salir con un blando traqueteo líquido de la estación,
en medio de una música que era también
un carrusel de mutaciones de forma y color maravillosas,
que llenaban el aire y explotaban en nuestro interior
provocando oleadas de calor y felicidad.

Nos mirábamos extasiados, conectados,
sincronizados unos con otros
como jamás lo volveríamos a estar,
diciéndonos, sin abrir la boca,
en el siguiente, tíos, eh, venga,
vamos a estar al loro,
en el siguiente nos vamos...

y así se nos hizo de noche.

También pensé en la posibilidad de probar suerte en Madrid,
marcharme solo o con Jesús,
el resto de la banda ya empezaba a estar lo suficientemente enganchada
como para no poder tocar ni la pandereta.

No es que fueran adictos a la heroína,
es que eran adictos a la adicción.

Movidas con camellos, navajas,
préstamos urgentes que jamás se devolvían,
películas cada vez más increíbles,
caras tornasoladas un día a verde, otro a azul
y su constante olor a medicamentos...

Empecé a llamarlos El Trío Problemas,
les decía que éramos Mi Novia la Barra y el Trío Problemas
directamente desde Boza,
el supermercado al que se acercaban a pillar.

Estaba cansado, asqueado con la idea de que, finalmente,
más que música,
parecía que hacíamos el grito de la cabra
cuando la degüella el carnicero.

Se lo comenté a Jesús y estuvo de acuerdo,
en Madrid o Barcelona no seríamos unos colgados,
seríamos normales,
dos almas torturadas con un extraño sueño
que no cabía en aquel pueblo.

Hicimos planes,
pero las evidencias pesaban más que nuestros deseos.

Cada vez que intentábamos marcharnos
era como si el pueblo se expandiera más y más,
haciendo que las calles midieran miles de kilómetros,
calles interminables de las que era imposible salir.

Un treinta y uno de diciembre, en el funeral de Camilo,
se lo dije a Jesús.

Nos hemos jugado la vida en esto, pero
no hemos podido sacar a la victoria
de las garras de la derrota,
que diría Johnny Thunders.

Todo ha terminado.
Somos la Generación Vacía.

Cae el sol a plomo
cuando rematamos de pintar la fachada.

Le digo a David y a sus ojos rojos y faltos de sueño
que hace años yo tuve un grupo.

-Ah, ¿sí?, de sevillanas, ¿no?
-Sí, de sevillanas.

2 comentarios:

Sandra Guzmán dijo...

Impagable el dialogo con el pintor. Pero qué buen narrador costumbrista es Antonio Orihuela.

Narciso el valvulista dijo...

Me ha tocado el alma y zonas aledañas, o lo que sea.