Volviendo veloz y presuroso de la Bahía de las Libélulas, rumiando y dando bocadas, y alguna dentellada al caer la tarde, un cartel me informó de la inminencia de un desvio, acceso, salida a La Carlota.
Y ahora empieza el sueño.
Tomé la la salida del kilómetro 432 y me sumergí en La Carlota, que ha estrenado una paseo que parece marítimo en el medio de la campiña.
Y pregunté por aquí y por allá por La Carloteña, y me mandarón a la de los Asados, los Transportes, los Botijos y los Espartos.
Pero de la de Isla Verde, ya nadie recuerda nada, o tal vez aquel hombre al que se le vidrió la mirada, quiso decir algo, pero la colilla entre sus labios se lo impidió.
Esa tarde quise ser reportero, y no supe cómo, no supe qué, no supe y no encontré.
Y ahora empieza el sueño.
Tomé la la salida del kilómetro 432 y me sumergí en La Carlota, que ha estrenado una paseo que parece marítimo en el medio de la campiña.
Y pregunté por aquí y por allá por La Carloteña, y me mandarón a la de los Asados, los Transportes, los Botijos y los Espartos.
Pero de la de Isla Verde, ya nadie recuerda nada, o tal vez aquel hombre al que se le vidrió la mirada, quiso decir algo, pero la colilla entre sus labios se lo impidió.
Esa tarde quise ser reportero, y no supe cómo, no supe qué, no supe y no encontré.